Pongamos que cuando descubrimos a Takashi Miike fuera por lo general el año 1999 ó 2000, aunque él ya tenía un buen número de películas desde principios de los 90. Aquel fue un año referencial porque fue el año de Audition, que es todavía su mayor éxito internacional y una de las pocas películas suyas que se estrenó en cines en España. Además es un año interesante, ya que se corresponde con una época en la que el director estaba rodando un promedio de cuatro películas al año, y estaba a punto de hacer o acababa de hacer obras como Visitor Q (Bijitâ Q, 2001), la trilogía Dead Or Alive (1999, 2000 y 2001), Full Metal Yakuza (1997) o Ichi the Killer (2001). Recuerdo nítidamente como en seguida los fans le encasillaron: movidos por la eterna necesidad de culto, de referenciasunderground, Miike fue tomado por el nuevo enfant terrible, el nuevo maestro del pinku eiga, el profeta de la violencia en el cine cuyas películas eran como patadas al estómago del espectador, el maestro de lo bizarro, la apoteosis de lo friki… Sin embargo, el tiempo transcurrido ha puesto las cosas en su justo sitio, y Tahashi Miike se la revelado como un cineasta inclasificable sobre el que cualquier encasillamiento solo está condenado al fracaso, un artista versátil capaz de realizar el mismo año películas ultracomerciales (comoLlamada perdida, se cayó el mito del punk japonés rabioso) con otras hechas en video y con formatos (al menos visualmente) más parecidos al porno gonzo; que no le hace ascos a la experimentación (Big Bang Love Juvenile A, Izo), ni al cine infantil-juvenil (La gran guerra Yokai, Yatterman), ni al cine ultrataquillero (sus exitosas en el boxoffice japonés Crow Zero y secuela), que puede ser en efecto muy gore (Ichi the Killer, Audition, su capítulo de Masters of Horror), o no y ser completamente “blanco” (Zebraman y secuela). Y así podríamos pasarnos un buen rato. Lo más fascinante de Takashi Miike es su interés por diferentes formatos, diferentes géneros e incluso diferentes miradas y posicionamientos ante lo que no deja de ser una misma cosa, tome la forma que tome: el hecho cinematográfico.
Con 13 asesinos Takashi Miike pone una pieza más en su propio puzle, añadiendo precisamente la nota de clasicismo que hacía falta para terminar de rematar absurdos prejuicios del pasado. Este chambara (película de samuráis) modélico nos remite a los mejores hitos de Akira Kurosawa, el más internacional por éxito y occidental por estilo de los clásicos japoneses. Basándose en una historia que ya había sido contada por otra película homónima de 1963 dirigida por Eiichi Kudo, 13 asesinos, como Los siete samuráis, es la historia de la unión entre trece guerreros para asesinar a un tiránico dictador, su señor. La primera parte de la película deja algunas perlas de crueldad absoluta, que funcionan dramáticamente en el marco del film para definir muy a las claras por qué hay que derrocar a ese malvado dictador, y que servirán para que el espectador pueda creer reconocer la contundencia del estilo Miike. La segunda parte de la película es nada más y nada menos que una batalla, cien por cien pelea non-stop, rodada con vigor, firmeza, ortodoxia y a la vez sequedad y potencia. Pero para Miike los samuráis son lo que son y han sido siempre, y su código de honor le va que ni pintado a ese estilo directo y apasionado. Al contrario que otras lecturas en clave crítica o crepuscular (como el Kore Eda de Hana o las películas de Yoji Yamada como El ocaso del samurái), la de Miike es una película de una ortodoxia absolutamente entregada a su subgénero, de respeto por sus personajes y su mundo.
13 asesinos es la típica película que puedes recomendar sin miedo a cualquier persona a la que le gusten las películas de samuráis, porque lejos de ser friki, o de pretender alguna clase de jugada subterránea, se constituye en el mejor referente actual del subgénero, un film que no defrauda, excelente se mire por donde se mire, y una lección de cómo se hace chambara clásico sin tener que oler a naftalina.
Un samurái era un caballero, pero también muchas veces un mercenario, capaz de grandes alegrías y de grandes tristezas, de ser muy rico o de vivir en la más mísera hidalguía y aceptar prestar su katana por un cuenco de arroz. En cualquier caso, es una figura establecida sobre un rígido sentido del honor y de la verdad absoluta de uno mismo y lo que hace. Takashi Miike es, naturalmente, el último samurái que queda.
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