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Con este su último filme, “The Lords of Salem”, Rob Zombie firma la que es sin lugar a dudas su obra más potente, radical y propia. Reflejo de la personalidad de Zombie, la película nos da una visión muy sui generis del mal que habita entre nosotros y que espera, pacientemente, a ser convocado para retomar lo que es suyo.

Satanás ha sido testigo de nuestras vidas desde que dimos nuestros primeros pasos. A su presencia perenne, le acompaña siempre una fría y terrible sensación de miedo, de desasosiego primigenio que nos mantiene siempre alerta y espectantes.
Rob Zombie, hace suyo ese miedo y lo transforma en Cine. Con mayúsculas.

La época cambiante en la que vivimos, la era de terror que lo impregna todo desde aquel fatídico 11-S, es más que propicia para que el cine de género fantástico campe a sus anchas por nuestras débiles, alienadas y asustadizas mentes (no en vano somos la “Generación del miedo”) sometidas al yugo del control y la brutalidad institucional. Y esto, es algo que una serie de cineastas han sabido ver y aprovechar para sacar sus trabajos hacia delante y surcar nuevos caminos de parajes ya recorridos, como puedan ser Alexandre Aja, Takashi Miike,Jaume Balagueró o Rob Zombie.

Zombie es un artista multidisciplinar (músico, dibujante, pintor, guionista, director), deudor de la época en que creció, los años ’70 (innegables las reminiscencias que en su cine podemos hallar del Grindhouse, o de cineastas como Tobe Hopper, Wes Craven o John Carpenter, pilares fundamentales del fantastique de aquella época). Su estilo es sucio en cuanto a sensaciones, que no en cuanto a imagen, puesto que su trabajo con la cámara es exquisito y denota una notabilísima maestría innata. Su espíritu fílmico es de inconformismo, de inquietud intelectual y de incomodidad contagiosa. Su pulso a la hora de rodar es firme y, cada vez más, dotado de una calma tensa que impregna de desasosiego nuestra experiencia cinematográfica que muchos, erróneamente, confunden con tedio; y digo equivocadamente, porque en el momento en el que nos disponemos a ver una de sus películas, debemos dejarnos llevar, tenemos que ser capaces de abstraernos de cuanto nos rodea y zambullirnos sin contemplaciones en lo más profundo de los fotogramas que salen de la mente de Zombie. Sólo así, de este modo, seremos capaces de paladear los deliciosos platos que el director pone sobre nuestra mesa cinematográfica. Sólo de este modo, sabremos apreciar la genialidad que derrocha en cada plano, en cada secuencia, en cada encuadre.

El año 1962 fue especialmente aciago para Nueva Inglaterra. Era una convulsa época de incertidumbre social y política (elevados impuestos, disputas por la ocupación de territorios, enfermedades, cosechas insuficientes…). No es de extrañar que, ante esta coyuntura, los ciudadanos más respetables de Nueva Inglaterra, culpasen de todos sus males al mismísimo Satanás y estuviesen en continua lucha contra el Maligno y sus prosélitos.

Massachusets tenía la particularidad de estar bajo la supervisión de una teocracia en la que el clero se encargaba de dictaminar las leyes (de Dios), con lo que era previsible que el horror no tardase en llegar.
Un grupo de mujeres jóvenes y solteras, adquirieron el hábito de acudir a casa del reverendo Samuel Parris, para escuchar las historias sobre las Indias Occidentales que les contaba la esclava del párroco, Tituba, de quien se rumoreaba que podía leer le futuro y que tenía poderes quirománticos. A la hija de Parris, Elizabeth, y a su prima, Abigail, les marcaron tremendamente estos relatos, llegando a sufrir ataques descontrolados de histeria. Desde ese momento, las dos chicas comenzaron a comportarse de manera extraña, agresiva y a señalar a aquellos que consideraban sospechosos de brujería; acusados que, posteriormente, eran sometidos a juicio.
Durante los procesos judiciales, fueron arrestadas por sospecha de brujería, cerca de 200 personajs y ejecutadas 19 de ellas.

Y es en esa época en concreto en la que comienza “The Lords of Salem”; período que volveremos a revisitar en más ocasiones durante el metraje, por medio de poderosos flashbackas oníricos de la mano de Heidi, la protagonista.
Asistimos a un aquelarre de brujas comandado por Margaret Morgan (una inconmensurable y poderosa actuación durante toda la película por parte de Meg Foster), escena que tiene ecos del cuadro “El Aquelarre” de Francisco de Goya (que tiene un nexo común con otros cinco lienzos del autor: Vuelo de brujas, El conjuro, La cocina de los brujos, El hechizado por la fuerza y El convidado de piedra). En dicha estampa goyesca, vemos un aquelarre presidido por el mismísimo Satanás, “El Gran Cabrón”, rodeado de ancianas y jóvenes brujas, que le ofrecen niños para que se alimente.

Las brujas de Zombie son sucias, harapientas, feas, malignas, desquiciadas, de carnes mórbidas, todo en consonancia con el tono que el cineasta emplea para impregnar los fotogramas de su filme pagano, porque, con notables influencias de Arthur Machen, es esta una película pagana que no se contenta sólo con corromper la imaginería simbólica cristiana, sino que nos enseña que el Mal siempre prevalece sobre el Bien.

Porque, por mucho que en ningún momento del metraje se nombre al Anticristo, es más que evidente que lo que persiguen las brujas (tanto las originales como las de nuestro presente) es la llegada, la concepción y el alumbramiento de un nuevo Antimesías, un Anticristo que haga prevalecer la oscuridad sobre la luz.
Así, Rob Zombie trae de vuelta los miedos primigenios del ser humano, situándolos en un marco post-moderno y post-apocalíptico, dejando patente una cosa: que los errores del pasado, vuelven a nosotros para saldar cuentas (como el hecho de que que Heidi sea la última descendiente viva de Jonathan Hawthorme, el inquisidor).
El Mal, el Apocalipsis terrenal, se desata aquí por medio de una canción, una repetitiva, hipnótica y oscura tonada que viene firmada, en la ficción, por un grupo llamado “The Lords” y que le llega a Heidi de manera anónima contenida en una caja de madera. Esa música, profunda, en la que se percibe intranquilidad en cada nota, el mal se adhiere a nuestros oídos, conduciéndonos a un estado de trance primigenio y de mente colectiva (como le ocurre tanto a la protagonista como a algunas de las mujeres de Salem) que nos retrotrae a un estado de consciencia pasada (los ya mencionados flashbacks) que, en el caso de Heidi, sobrellevará asociado un cuadro alucinatorio que supondrá su descenso a los infiernos (literalmente), que culminará en un tramo final de película apoteósico y asombroso hasta abrazar el paroxismo.
Y  este es uno de los aciertos de “The Lords of the Salem”, el hecho de acompañar a nuestra protagonista en su caída libre a la locura, sin posibilidad alguna de escape o redención (con un ejercicio de talento visual e imaginería barroca sobresaliente, que bien podría haber firmado el Jodorowsky más onírico).
Ese viaje alucinatorio, le llevará a  atravesar la puerta del inquietante apartamento 5, encontrándose en cada ocasión con algo diferente: una estancia que contiene un crucifijo de neón rojo y una extraña criatura peluda, una catedral imponente en la que le espera un grotesco y minúsculo Satanás (para engendrar en ella a su hijo, inseminándola con unos tentáculos que nos recuerdan al “Urotsukidoji” de Hideki Takayama) , un ser diabólico que le invita a cabalgar a lomos de un macho cabrío, extraños seres caminando por las calles, o deformes criaturas vestidas de curas con penes enhiestos, rodeados de cuerpos desnudos con máscaras de cerdo.
En todo momento, sobrevuela un poso sobrenatural, ocultista, incluso en los minutos que, a priori, se supone que son más calmados. Esto  se produce gracias al talento que Zombie tiene para insuflar a su película una quietud tensa (de la que Ti West sabe mucho también) con la que hacernos comprender que el Mal habita entre nosotros, cotidianamente, sin que tan siquiera nos percatemos de su presencia (como le ocurre a Heidi cuando pasa junto extrañas presencias, agazapadas en su casa, sin que pueda verlas).

Decía Rob Zombie, de manera algo pretenciosa, reconozcámoslo, que “The Lords of Salem” iba a ser una mezcla de “Rosemary’s baby”con “The Shining” (esas paredes sangrantes, esa habitación en la que no se debe entrar, son conceptos que nos recuerdan a la historia ideada por Stephen King) y, aunque no es ni Polanski ni Kubrick (aunque sí que comparte con ellos, aunque en menor medida, un talento innato para estar detrás de las cámaras), mucho hay de ellos en esta película.
Hay muchas semejanzas con el filme de Polanski (esas vecinas manipuladoras que tienen un trasfondo oculto, ese edificio que alberga al Maligno, ese crescendo en tensión hasta la revelación final) y no sería descabellado decir que la película de Zombie podría ser perfectamente la “Rosemary’s baby” del siglo XXI.

Rob Zombie es un cineasta muy a tener en cuenta que ama al Cine con todo su ser (hay homenajes constantes en toda su filmografía al séptimo arte, como esa Luna de Georges Méliès que corona la habitación de Heidi) y, si logra pulir ciertos detalles de guión, puede ser uno de los mejores directores de género fantástico que veamos en los próximos años (para mí, ya es uno de los buenos, quede claro).
“The Lords of Salem” es una película notable, altamente recomendable y disfrutable aunque, eso sí, no apta para todo tipo de público. Una maravilla para quien escribe esto. Una gozada para todos los sentidos.

“Satan come to us. We are ready.” 

Epílogo. Mientras veía el filme “The Lords of Salem”, me vino a la mente una gran obra maestra del cine como es “Häxan” de Benjamin Christensen, filme del que Zombie ha bebido mucho para hacer su película. Así que les recomiendo hacer una doble sesión con ambos largometrajes. No lo lamentarán.

 

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