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Decir que Charles Stuart Kaufman, más conocido por los cinéfilos como Charlie Kaufman, es un autentico genio, no es descubrir nada nuevo… O puede que para algunos sí lo sea, porque si no, de otro modo, no encuentro explicación alguna a que hayan tenido que transcurrir cinco años (¡cinco años!, que se dice pronto) para que tengamos la oportunidad de ver editado en nuestro país el filme de Kaufman que nos ocupa, “Synecdoche, New York”.
Y, aunque menos es nada, cierto es y debemos dar las gracias a Cameo porque se haya atrevido a editarlo, tenemos que conformarnos con su edición en formato doméstico, sin poder paladearla en una pantalla grande, sin que se nos permita maravillarnos y emocionarnos en una sala de cine (al menos, esta sale así, que ya veremos qué ocurre con esa joya que es “The Cabin in the woods” que sigue extrañamente inédita en nuestro país a pesar del clamor unánime del fándom).

Kaufman ha destacado hasta hoy por su faceta de guionista y productor, con obras en su haber tan formidables como “Being John Malkovich”, “Adaptation”, “Confessions of a Dangerous Mind” o “Eternal Sunshine of the Spotless Mind” (con la que ganó el Oscar al mejor guión original). Todas ellas, con un marcado sentido de la irrealidad dentro de la realidad de la mente del ser humano, con un gusto por la humanidad exquisito, con una concepción del Arte majestuoso y con una brillantez en la puesta en escena envidiable.
Con “Synecdoche, New York”, una obra densa, ambiciosa, catártica –como cualquier ópera prima que se precie de serlo- se atreve a dar un paso más, imagino que necesario para él, como es el de la dirección.
Cualquiera que haya visto alguna de estas películas, se habrá dado cuenta de la aureola maravillosa que rodea a sus trabajos, quiméricos, enteléticos, innovadores, fragmentados, caóticos en su linealidad, surrealistas, metafóricos, barrocos en detalles; así como la capacidad del autor para elevar al proceso creativo de la “escritura” a un estadio superior, a una categoría cuasi desconocida e invisible en la casi totalidad de películas que vemos asiduamente. Con esta película, como no podía ser de otro modo, no es diferente.

El fallecimiento y el temor que el ser humano profesa hacia la Parca, canalizado aquí por Caden Cotard, el hipocondríaco, esquizofrénico, obsesivo, director de teatro protagonista de la historia que tan soberbiamente interpreta Philip Seymour Hoffman, convierte a la Muerte en la idea principal sobre la que gira este asfixiante filme -y ese Nueva York replicado, en su feudo-. Kaufman entiende la muerte como un elemento de tragedia griega, como un ensayo filosófico personal del que es imposible escapar, pero que tenemos que aprender a asumir y sobrellevar desde ya.
En verdad, contar lo que ocurre en la película de Kaufman, deviene en una tarea titánica por lo indescriptible del argumento, no por lo inteligible, sino por la estructura que adopta y la riqueza de detalles y matices que hay en cada fotograma. A ello, le tenemos que sumar, que es un filme de sensaciones propias, únicas e intransferibles, como si Kaufman hubiese hecho una película para cada diferente para cada espectador que la vea.
Tenemos a un hombre, Caden, que tiene todo cuanto pueda imaginar salvo una cosa: salud. Y a pesar de su fastuoso poder, de ser uno de los amos del mundo, atrapado en la espiral de la monotonía y la soledad, llegará al punto de querer deshacerse de todo con tal de vivir unos días más.
Para perpetuar su Historia, su paso por el mundo, decide crear una réplica de la Nueva York en la que vive -titánica y nunca medible reconstrucción de calles, avenidas, edificios, que le acercan a la megalómana figura de un supervillano de cómic- y representar allí una obra de teatro, lo más realista posible, hiperrealistamente surrealista, rompiendo en incontables ocasiones esa cuarta pared brechtiana que nos haga perder la noción de qué es ficción y qué es realidad -idea esta, en conjunto, que se asemeja a la de una visionaria performance tan propia del Arte Contemporáneo y que tiene como base la creación-.
En el fondo, lo que Caden quiere, es crear un fiel reflejo de su propia vida, del matrimonio, de la descendencia, de sus alegrías y tristezas, de sus virtudes y sus defectos, sus sueños y sus obsesiones… Cualquier cosa que le permita sentirse superior a la muerte y le de la sensación de que su vida le pertenece sólo a él y él es el único que puede controlarla; paradójicamente, al compararse con los personajes que le representan, su propia esencia se irá diluyendo, su personalidad irá desapareciendo y cuanto más se adentra en esa re-presentación de la realidad, más se aleja de ella y del control propio sobre su vida.

Muchas religiones piensan que la vida es cíclica. Morimos para volver a renacer. Con la ciudad que Cotard recrea y la historia que allí se nos cuenta, sucede lo mismo. Crece y crece, se reconvierte y sigue su proceso evolutivo en un ciclo sin fin, lo que convierte a la película en un ente metalingüístico poético del que cada uno de nosotros, espectadores rendidos ante el glorioso espectáculo que vemos, sacaremos una conclusión diferente en cada momento, pero válidas y posibles todas ellas.
Y es esta diversidad e interpretaciones, esa apabullante mezcla de estilos, corrientes y pensamientos, lo que algunos emplean para acusar a la película de pretenciosa. Nada más alejado de la realidad, señores míos. “Synecdoche, New York” es un auténtico milagro cinematográfico.
Roguemos, eso sí, para que con el próximo trabajo de Kaufman, “Frank or Francis” que está previsto para este año 2013, tengamos más suerte y no nos veamos obligados a esperar cinco años para disfrutar de él.
No sería justo ni para Kaufman, ni para los aficionados al cine.

“Voy a estar muriendo, y tú también, y todos los que estamos aquí”
(Caden Cotard) 

 

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