Las democracias occidentales, que en realidad son todas las democracias, no lo olvidemos, atraviesan un momento delicado. ¿Cuándo no?, dirá alguno, seguro que aportando documentación bien fundada acerca de que el “presentismo”, esa tendencia a considerar que el momento presente siempre es un punto determinante para la historia en el que están pasando cosas inéditas, es siempre una impresión exagerada. Y no obstante, y como uno ya tiene una cierta edad y “recuerdos políticos” acumulados, tendríamos que coincidir, incluso con la persona del argumento anterior, que no en todas las épocas se da el mismo calibre de extremismo y polarización. “Polarización”, una de las palabras de moda, de las más repetidas en los periódicos junto a “populismo” y “antidemocrático”, usados estos dos últimos como metralla que se dispara entre los de un lado y el otro. Siempre ha habido posturas irreconciliables y reivindicaciones no atendidas, pero hoy por hoy la clase política mundial ha elevado la temperatura en torno a una serie de debates, arrastrando poco a poco a la población civil con ellos. Debates como los identitarismos, las posturas frente a la gestión de la energía y lo climático, la inmigración, y así sucesivamente. Más explícitamente (porque, insisto, siempre hubo posturas divergentes en cuanto a esos temas), países tan importantes como Francia se debaten en las elecciones recientes entre extrema derecha y extrema izquierda, con el centro clásico, sea socialdemócrata o democristiano, en auténtica crisis. Y es una tendencia general en auge. En Estados Unidos, mientras tanto, la irrupción de un personaje tan polémico, carismático y acostumbrado a las estridencias como es Donald Trump, ha calentado la vida política hasta lo indecible. Algo como lo sucedido con el asalto al Capitolio en 2021 había sido insólito (esta vez sí) hasta este momento. Y no digo que el calentamiento lo haya producido exclusivamente él: él ha sido la imagen detonante con su inesperada irrupción y triunfo en 2016, pero desde ahí parece que no se puede hablar de política americana sin usar expresiones gruesas como “pucherazo electoral” referido a los demócratas o “peligro para la democracia” referido a los republicanos. Y oiga, si estamos ya a ese nivel de presunto peligro, es cuestión de tiempo que alguien apriete un gatillo, y lo haga con el loable fin de salvar la libertad y la democracia. Y no queremos eso, ¿verdad?
Esta preocupación a llevado al siempre interesante Alex Garland a plantear Civil War, distopía en un futuro inmediato acerca de una hipotética Segunda Guerra Civil en los Estados Unidos. ¿Entre quién y quién? Entre las fuerzas oficialistas, partidarias de la Casa Blanca y el presidente, y los autodenominados Estados Unidos Libres. Garland se cuida mucho de definir la situación en detalle. Para empezar, no sabemos si la Casa Blanca la ostenta en este momento el partido demócrata o el repúblicano. La idea no es señalar a uno de los dos bandos. La idea es subrayar lo obvio: que de seguir por ese camino, nos vamos a matar. Al parecer, el detonante de la sublevación fue a raíz de una serie de decisiones gubernamentales, entre las que hay supresión de libertades, eliminación de la limitación de un tercer mandato presidencial y se ha disuelto el FBI. Lo de la eliminación del límite de mandato me parece muy característico, pues el típico cambio legal que realiza cualquier dictador que se quiere perpetuar en el poder, y lo hemos visto en muchas nacios de Hispanoamérica. No sabemos qué escenario llevó a la Presidencia a adoptar esas medidas, presumimos que no es algo que sucediera de la noche a la mañana, porque sí, sino que debe de tratarse de una respuesta, desproporcionada sin duda, a una situación, o que al menos hay una excusa fuerte. Parte de la población se ha sublevado contra las medidas y el gobierno (elegido democráticamente o no, ya vimos en el citado asalto al congreso que incluso la voluntad de las urnas puede ser puesta en duda), y hasta 19 estados se han levantado oficialmente en armas. Texas y California han proclamado su independencia, aunque están del lado rebelde. La elección de un estado tan respectivamente republicano y demócrata como son Texas y California tampoco es casual, de nuevo se borran indicios que acusen a un lado más que al otro. No olvidemos, por otro lado, que la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos protege el derecho del pueblo a tener armas, con el fin de que no tengan que delegar su autodefensa en manos estatales, e incluso de que, llegado el caso, puedan luchar incluso contra las fuerzas estatales. Es decir, aunque de facto no (y lo vemos, cada vez que en el país ha habido una revuelta o un intento de segregación, ha sido sofocado), de iure EEUU reconoce el derecho inalienable a la revolución.
Garland nos presenta la guerra como un decorado para explorar el caos, las miserias, el horror y la violencia en un contexto que nadie ha elegido. Es una película dura, con momentos muy fuertes, inevitablemente, ya que en esencial el argumento nos sugiere una road movie de un grupo de periodistas a través de este país en guerra, de extremo a extremo, hasta Washington para hacerle una entrevista al presidente. Ese camino es el infierno. Hay momentazos aterradores como el encuentro que tienen con unos radicales que asesinan a alguno de los compañeros de los protagonistas por ser de origen asiático, ese tipo de gente que piensa que hay americanos buenos y malos americanos (“¿Qué clase de americanos sois”?). Obviamente estos tipos hoy en día votan a Trump, pero en la guerra de Garland no está claro a qué bando pertenecen. La gente como ellos, fanáticos de las armas y convencidos de la urgencia de salvar al país matando a la otra mitad, siempre son los primeros que se movilizan con alegría. Pero no sabemos si lo hacen del lado del gobierno o en contra. De nuevo Garland nos lo oculta. Asepsia total. En general todo es exceso, muerte y destrucción, linchamientos sin las más mínimas garantías, fusilamientos masivos, pillaje, y armas por doquier, junto a tierra quemada, restos de batalla y coches y casas abandonados.
Como he dicho, los protagonistas son periodistas, como nuevo símbolo usado por Garland: se supone que la prensa son los cronistas objetivos de lo que pasa. Aunque el personaje de Stephen McKinley Henderson, un periodista más viejo y más sabio, deja ver a las claras que no comulga con el Presidente. Es decir: si bien no se mojan con los rebeldes, está claro que no se sienten incómodos con ellos. Esto, lejos de inclinar la balanza, termina de apuntalarla en el centro. Podría pensarse que, por defecto, en un país democrático y con contrapesos oficiales como USA, cualquier insurgencia contra el gobierno electo es ilegítima. Pero gracias a este personaje surgen, en diálogos casuales, las tropelías del presidente, y llegamos a intuir cómo se ha liado la cosa. Por su parte, hay una dinámica muy interesante entre los periodistas gráficos interpretados por Kirsten Dunst y la joven Cailee Spaeny. Dunst, en uno de los papeles más interesantes de su larga carrera (recordemos que empezó de niña en Entrevista con el vampiro), es una periodista killer, sin sentimientos, para la que lo primero es la primicia, por encima de cualquier otra consideración. Spaeny es su fan número uno, una joven inexperta y tiernecita que quiere ser como ella. Con el devenir de la película, la coraza de la maestra se irá desquebrajando, y la alumna tomará su lugar. Representando ese periodismo para el cual la información es un elemento también susceptible de codicia y competitividad, rompiendo así el código deontológico y llevando la neutralidad a un nivel en el que deja de ser un rasgo positivo. Finalmente Wagner Moura ofrece el equilibrio que el equipo necesita para guardar la coexión.
La película acaba (alerta spoilers) con la ejecución sumaria del presidente, a tiros, en la mismísima Casa Blanca que acaba de ser asaltada. Ojo a eso, en un país que ha enterrado a cuatro presidentes, en el que la violencia política es demasiado común, y tras el asalto al Capitolio de 2021. Ojo. ¿Quién son los buenos? ¿Hay buenos?
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