El peor enemigo de Robert Eggers en un momento como éste en el que presentó The Lighthouse, es La bruja, su primera película. Las expectativas generadas sobre su siguiente película, así como las inevitables comparaciones, son una losa muy pesada. Y no es que The Lighthouse sea peor que La bruja, es simplemente que es una propuesta aun si cabe más radical, en el que las partes más abstractas y surrealistas de la onírica puesta en escena de aquella, es precisamente lo que da sustancia líquida y espumosa, cuerpo único aunque sea viscoso, a su nuevo film. Pesadilla imprecisa en la que es imposible saber cuándo los pesonajes están soñando o despiertos, el faro es ese lugar límite, extremo, entre el mundo primigenio, enloquecedoramente poderoso, diabólico y sagrado al mismo tiempo, que es el mar, y la tierra de los hombres, estos seres a los que el aislamiento les aniquila la cordura y el frío les hace temer incluso a su propia sombra.
El mar se sugiere como un “otro mundo” terrible, desconocido, inaprensible, habitado por monstruos, brujas y seres de otra dimensión (quizás el infierno), pero nunca explícito, como si fuera una película de monstruos, sino como una siniestra insinuación de sutil “pagan horror”. La mitología, las sirenas (pero las de mitos como el de Lorelei, no el de la Ariel de Disney o la Elisa de Guillermo del Toro), y los encuentros sexuales entre dioses y hombres, parecen surgidos de un relato de H.P. Lovecraft. La degeneración mental de los personajes, azotados bajo un entorno climatológico endiablado, capaz de quebrar la cordura del más fuerte. Y entre medias, olas, ventiscas y niebla.
Tanto Willem Dafoe como Robert Pattinson se comunican a partir de unos diálogos con cadencia de un inglés antiguo, con evocaciones a la literatura de la época y donde la sombra de Melville y su Moby Dick, en su trasfondo filosófico, parecen asomar. Thomas Wake (Dafoe) es un viejo marinero, tosco y alcohólico, que vive obsesionado con el faro y su poder, dejando a Ephraim Winslow (Pattinson) las labores más mundanas del lugar y evitando que se acerque a la torre luminosa. A partir de esta prohibición, y producto de la excesiva explotación de trabajos casi forzados, el joven marinero comienza alucinar con sirenas y la figura demoniaca de Wake, como ente controlador y castrador, que lo maltrata y subestima constantemente. Solo el alcohol logra que esta repelencia se desvanezca y surja una extraña empatía entre ambos, de toques sutilmente homoeróticos o de una especial lucha de poderes.
Para Eggers, una relación laboral y amical de dos hombres atrapados en una isla no puede ser solo narrada desde la los códigos de la aventura o la épica, sino que lo forja desde los elementos del horror psicológico, apuntalado por una extraña conexión con el mundo natural. Aves amenazantes, olas que revientan hasta la casa que los aloja, lluvias poderosas, y un clima permanente de oscuridad. Este componente de lo real, está compartido por el lado sobrenatural, que se aloja en las creencias sobre el faro o el mundo marítimo: sirenas y la conversión del mal en un ser invisible que los encierra.
El duelo actoral de Dafoe y Pattinson, en una relación tirante, se impone también por la puesta en escena que Eggers elige: habitaciones muy pequeñas que permite el toque teatral (más palpable en el modo de hablar de Dafoe sobre todo, grandilocuente y excéntrico), donde los personajes duermen y cenan, únicos espacios de convivencia, desde donde imaginan o discrepan sobre la finalidad del faro. Como espectadores nos estamos preguntando muchas veces a lo largo del film ¿qué es el faro?, sin embargo la interrogante se va disipando ante la propuesta que nos va llevando hacia la mente misma de Pattinson, que sufre una importante transformación mental, y que Eggers acentúa varias veces desde la figura del doble. ¿Vemos su mente febril imaginando el mal, o los desvaríos son producto del efecto catalizador del faro con ese “otro lado”?
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