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Imaginemos, por un momento, cómo sería el mundo tras su devastación o la vida después de un desconocido cataclismo. Podríamos empezar envolviendo todo en llamas, por ejemplo, y haciendo sonar explosiones y estallidos, como terribles tormentas e inclementes vientos, como si la tierra quisiera resquebrajarse y, en cierto sentido, se resquebrajara. Imaginemos a la oscuridad dominándolo todo y desconsolados gritos impidiendo el sueño. Al poco tiempo, la vida sería, en cualquiera de sus formas, escasa. Y la muerte dependería de uno mismo y de los pocos supervivientes que, en su mayoría, se habrían convertido en caníbales.

Pero dejemos de imaginar porque se acaba de estrenar The Road, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Cormac McCarthy, ganadora del premio Pulitzer de ficción 2007. La historia de esta adaptación comienza cuando Nick Wechsler, un avezado productor, leyó la novela y sucumbió al instante al poder de adaptación al cine que se desprendía de ella. Sucumbió a su narración desgarradora y a su verosímil crudeza. Se trataba de un acercamiento al tema de un supuesto post-apocalipsis, de un nivel superior a cualquier otro anterior y más explícito. A partir de esto, el guionista Joe Penhall la adaptó con, quizá, demasiada fidelidad. Lo que obligó al director, John Hillcoat (The Proposition, 2005), ha manejar la cámara con mucho respeto y, aunque, en ciertos momentos se rinda a las secuencias de tensión con movimientos rápidos y planos cortos, el trabajo de cámara descansa con calma, que no lentitud, sobre la portentosa fotografía del español Javier Aguirresarobe. Para la música, Hillcoat volvió a depositar su confianza en Nick Cave y Warren Ellis, con los que ya había trabajado en su primera película, y el resultado es una discreta aportación que, sin ser quisquillosos, podría estar a la altura de la película.

Y si ni el productor, ni el director pudieron rechazar un material tan brillante, tampoco lo hizo el actor propuesto para el papel de coprotagonista, Viggo Mortensen, cuyo trabajo con David Cronenberg (Una historia de violencia, 2005 y Promesas del este, 2007) ya le perfiló como un actor de sobresaliente hondura dramática, pero al que le faltaba un trabajo como el de esta película, para que podamos afirmar que se trata de uno de los mejores de su generación.

La relación entre éste, como padre, y su hijo, el otro coprotagonista, Kodi Smit-McPhee, un jovencísimo actor australiano, vertebra el desarrollo de la historia con una carga emocional que aun dramática, es magnética, agitadora y evocadora y consigue, sin dejar indiferente al espectador, no pecar en absoluto de moralista. Los dos recorren interminables carreteras camino del sur, huyendo de un eterno invierno. Dejando atrás bosques cubiertos de nieve gris y teniendo delante horizontes neblinosos que no ocultan más que desesperanza. Durante este calvario, se suceden episodios de terrible pánico como el de una caravana de caníbales que está a punto de raptarles, el descubrimiento de un sótano lleno personas capturadas para ser devoradas que se asemejan a auténticos zombies… Pero también de contradictoria desazón, cuando encuentran a un irreconocible Robert Duvall, personificado en un moribundo anciano, al que le rinden el tratamiento digno de un animal.

Lo único que podría ponerse en entredicho sería los excesivos y sentimentales flash-backs que trasladan la acción años atrás, viva aún la madre, representada en un escueto papel por Charlize Theron, porque interrumpen el perverso encanto de la historia y un final que se descuelga de la tónica deprimente por su idealismo.

Pero la sensación sórdida y devastadora de la película sigue intacta. Porque se ha dibujado con genialidad, gracias principalmente al texto de McCarthy, la dualidad del hombre y el maniqueísmo de la vida. Porque la gravedad y la inocencia, el encanto y la desolación, esas contradicciones todavía consiguen acompañar al espectador aún cuando las luces de la sala están encendidas, aún cuando en la calle, la noche es fría y bajo su abrigo, su corazón late con comodidad.

 

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