Interesante variación sobre la temática de “los muertos vivientes”, a esta película se la está comparando mucho con otras anteriores como La resurrección de los muertos (Les revenants, 2004, de Robin Campillo), que a su vez inspiró un par de series de TV: una francesa, que tuvo dos temporadas entre 2012 y 2015, y The Returned (2015), el correspondiente remake estadounidense, que no pasó de la primera temporada (10 episodios). Es una comparación hasta cierto punto muy bien traída, ya que tanto en Les revenants como aquí los “resucitados” no son zombies al uso, agresivos depredadores ansiosos de comer carne humana. De lo que tratan ambas historias, es de lo que pasaría si los muertos se despiertan, tranquilamente, sin correr a morder y a convertir a nadie más, y cómo impacta eso en la sociedad, sobre todo en las familias. Y entre estos dos aspectos, lo social y lo intrafamiliar, ambas historias ya comienzan a diferenciarse, porque si en la idea de Robin Campillo también nos movía a preguntas de tipo meramente logístico y de gestión, como qué pasa con las pensiones de esa gente que vuelve, qué pasa con la propieda que ya ha sido traspasada por herencia, qué pasa con los matrimonios rehechos con segundas nupcias… En “Descansa en paz” solo vamos a centrarnos en el impacto del regreso de los difuntos en los procesos de duelo, en diferentes etapas. Y en cómo, la imposibilidad de pasar página, acaba arrastrando a las familias a situaciones muy malas.
Basándose en la novela de John Ajvide Lindqvist, el autor de la célebre novela de vampiros “Dejame entrar” y de la novela en la que también estaba basada Borders (2018), la principal diferencia entre Håndtering av udøde, que literalmente significa “lidiando con los no-muertos”, mucho más parecido al título internacional de la película en inglés, “Handling the Undead”, es que aquí los resucitados sí son muertos vivientes, digamos canónicos. De acuerdo, no son agresivos, y no hay constancia de que lo suyo se pueda contagiar. Es decir, esto no es 28 días después o El amanecer de los muertos. Pero así como en Les revenants los que volvían eran los fallecidos en persona, con sus recuerdos y su modo de ser intacto, aquí los retornados son muertos vivientes con todas las letras. No hablan, no reconocen, no conservan su carácter. Se quedan quietos, lánguidos, con la mirada vitriólica, lidiando con su putrefacción, oliendo, atrayendo moscas… ¿Entonces, dónde está el problema? En que como no corren hacia ti para matarte, los familiares no encuentran motivo para destruirlos. Al contrario: volver a ver a tu ser amado de nuevo animado (o un poco animado), con los ojos abiertos, hace que te aferres a la ilusión y la esperanza de que no ha muerto, de que de alguna manera todo está bien.
Pero no lo está. Los muertos vivientes aquí no vuelven en plan cabrón como si regresasen de darse un paseo por el Cementerio de animales, pero casi. Y la reveladora aparición de un muerto viviente absolutamente romeriano durante el último tercio de película vuelve imposible el seguir fingiendo: lo que está pasando es una pesadilla. Algo que los familiares tardarán mucho más en ver, o que se negarán a ver, con consecuencias aterradoras.
El duelo: desde la perdida reciente, tan reciente que el volver a ver “con actividad” al muerto casi invita a pensar en un error médico. Al duelo de los que llevan tiempo sin parar de llorar al ausente, y que de pronto… ya no lo tienen ausente, lo tienen de vuelta, cuerpo presente. Ese proceso psicológico, triste, melancólico, es el que centra la mayor parte de la película. Que es un film noruego, opera prima de la directora Thea Hvistendahl, y que tiene una atmósfera gélida y distante, y un ritmo lento y contemplativo, que echará para atrás a muchos espectadores. Pero si entran en el juego y adaptan su estado de ánimo a la historia parsimoniosa, atmosférica y lánguida que se nos propone, comenzarán a sentir emoción, e incluso miedo.






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