Destino final: lazos de sangre (2025), sexta entrega de la longeva franquicia de terror, supone un regreso tan salvaje como autoconsciente, y probablemente el capítulo más desvergonzado, sangriento y divertido de toda la saga. Dirigida por Zach Lipovsky y Adam B. Stein, retoma el espíritu de película-evento con un prólogo impactante, situado en los años 60, en el que una catástrofe construye el lazo familiar y maldito que vertebrará toda la trama de muertes encadenadas. Desde el primer minuto, la cinta exhibe sus credenciales: quiere que disfrutes cada detalle retorcido y brutal, haciéndote cómplice de La Muerte, y nunca se toma excesivamente en serio.
Una de las mayores virtudes de esta entrega radica en su capacidad para burlarse, de forma inteligente, de los convencionalismos y solemnidades de las sagas de terror largas. Lipovsky y Stein optan por abordar el concepto del trauma familiar y el legado intergeneracional con una mezcla de humor negro y un guiño permanente al espectador, evitando el melodrama y privilegiando el espectáculo gore. La película asume que nadie viene a sorprenderse, sino a dejarse arrastrar por la creatividad de las secuencias de muerte, orquestadas con virtuosismo visual y ánimo travieso.
Narrativamente, “Lazos de sangre” es, paradójicamente, una de las entregas más pulcras de la saga, aun lastrada por un primer acto lento y algunas interpretaciones débiles. Aprovecha bien su subtítulo (“Bloodlines”) al dotar de más sentido y trasfondo genealógico a la persecución mortal, desarrollando por primera vez la historia intergeneracional, dando algo de complejidad a la protagonista Stefani Reyes y su familia. El guion equilibra suspense y sadismo, saca provecho de la clasificación para adultos y refuerza el peligro real para cada personaje, hasta el punto de que ni siquiera quienes parecen protagonistas están a salvo.
Donde realmente brilla es en el apartado visual y en la planificación de las muertes: las escenas son retorcidas, casi “cartoonescas” en su exuberancia CGI, y destacan por la capacidad de subvertir expectativas, introducir falsas pistas y, sobre todo, por el nivel de mala leche, planificación y creatividad. El film acumula homenajes a entregas anteriores y eleva la estética de la violencia espectacular a un nuevo grado de autoparodia y goce morboso, como lo prueba la secuencia del hospital, ampliamente elogiada por su humor negro y ejecución.
El homenaje al recientemente fallecido Tony Todd, mítico Bludworth de la saga, añade una nota melancólica y metacinematográfica: su breve aparición y la dedicatoria dan cierre a una etapa y evocan una sensación de legado real en la saga. Lejos de convertirse en un lastre, la película sabe integrar ese gesto emocional sin caer en la solemnidad forzada, manteniendo la ligereza y el desprejuicio característico de la marca “Destino final”.
Si algo se le puede achacar, es cierta sobrecarga digital en los efectos y la dificultad para sorprender realmente al espectador veterano, más allá de la escalada de brutalidad técnica. Algún tramo del metraje se resiente por el estiramiento narrativo y el desarrollo desigual de personajes secundarios, pero la película remonta siempre a golpe de secuencia impactante y ritmo frenético.
En conjunto, Destino final: lazos de sangre es un ejemplo de cómo una saga longeva puede reinventarse sin perder la esencia: autoconsciente, imprevisible, sangrienta y con sentido del humor, equilibra el homenaje, la transgresión y el puro espectáculo, consolidándose como uno de los títulos más disfrutables y honestos del año para el género y los seguidores de La Muerte.




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