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Lovely Molly es la obra de un cineasta que no necesita demostrarse nada en el género. La película es un soberbio pastiche: se refugia en la arquitectura de las casas encantadas, se consume en las fiebres de las posesiones diabólicas, compone un sombrío retablo de paranoia, y lo trenza todo con la historia de una yonqui que sufrió abusos de niña. Y así, entre la ambición y la ambigüedad, navega, cabecea y amenaza zozobra la película más reciente de Eduardo Sánchez, codirector y coguionista de El proyecto de la bruja de Blair.

Ha llovido mucho desde que Eduardo Sánchez y Daniel Myrick alcanzaran la fama –al principio, el descrédito y la mofa- con su primer largo del que, dos décadas después de su estreno y ante la avalancha de found footage que ha inundado el género los últimos cinco años (dan el pistoletazo de salida del revival títulos como Monster, Rec, Paranormal Activity…), puede afirmarse sin temor -ahora sí- a equivocarse, que cambió el panorama del cine de terror moderno. Eduardo ha seguido una trayectoria casi paralela a la de su compañero, ya que ambos han coqueteado con la comedia y con la ciencia ficción. Del lado que nos toca, esto es, del director de origen cubano, señalemos que tardó seis años en sacar adelante su segundo largo, Alterado, una especie de survival horror –en la medida en que así pueda considerarse La noche de los muertos vivientes, Asalto en la comisaría del distrito 13 y de ahí hasta el Álamo y demás westerns-, aderezado con alienígenas y una pizca de  humor negro –memorable final con nave incluida-. Dos años más tarde, volvió a la carga conSeventh moon, una historia con regusto asiático (¿influenciada por el J-Horror?) que no conseguía, o no quería, ocultar los mimbres ni los espasmos de su debut autoral, aunque sí encontrábamos en ella algún conato que anunciaba lo que más tarde sería Lovely Molly; esencialmente, una cierta vaguedad y ambigüedad – confusión- narrativa (también visual, ya que volvía a la cámara temblorosa).

Y llegamos a Lovely Molly.

Se trata de una obra que ha divido abiertamente a los aficionados. Para algunos, una de las mejores del año que se fue en el género, un soplo de aire fresco y el mejor trabajo de su director hasta la fecha; para otros, una mezcla endeble de drama y terror, carente de ritmo y de coherencia interna, con algunos buenos momentos de tensión. La gran antipatía que despierta Lovely Molly entre los fieles se debe en buena medida a la supuesta incapacidad de la historia para ofrecer respuestas y esclarecer los hechos que en ella se narran. La cinta camina de puntillas sobre la fina tramoya de la ambigüedad, y como consumada equilibrista, consigue llegar al otro lado sin romperse la crisma. Se trata de un delicado ejercicio: generar ambigüedad –que no equívoco- y una batería de dudas razonables, sin despeñarse en el pozo negro del sinsentido. Defender si Eduardo lo consigue o no, no resulta demasiado fácil; más factible, sin embargo, se presenta la defensa del significado, pues en Lovely Molly lo hay, aunque la película no parezca tenerlo, especialmente al final, cuando los andamios se derrumban y el edificio parece venirse abajo sin remisión, carcomido por sus propias debilidades, por sus “fallos de guión”.

Todo arranca con el testimonio de Molly (un tanto gratuito), la protagonista, frente a la cámara, en el que deja patente su estado de paranoia (o locura o terror). Es un recurso como cualquier otro para dejar al espectador en vilo y, una vez captada su atención y su interés, adoptar un ritmo más reposado. La historia retrocede en el tiempo y nos sitúa en la boda de Molly. Todo se vuelve un poco más real, cotidiano, aunque teñido de oscuridad por la escena que acabamos de contemplar segundos antes. De la boda pasamos al que se presume el verdadero punto de partida: Molly y Tim se mudan a la casa de los padres de la primera, ambos ya fallecidos, para empezar una nueva vida, que se adivina colmada de dicha, como recién casados. Aclarado el contexto y sin tiempo que perder, el autor introduce en la siguiente escena el primer elemento desestabilizador, que nos intentará convencer de que lo que sigue a continuación no es otra cosa que un relato de casas encantadas; al menos por eso se inclinarán la mayoría de los espectadores, que almacenan, perfectamente codificados en compartimentos estancos, los estilemas de los distintos subgéneros (“de vampiros”, “de zombis”, “de posesiones”…). Se añaden después otros resortes de la misma naturaleza; ejemplo: una ventana que Molly encuentra siempre encendida al volver a casa a pesar de que no nadie dentro… Y partir de ahí la historia deriva en muchas cosas, ya que abre varias líneas o capas de interpretación que son perfectamente compatibles y que nunca quedan del todo cerradas ni resueltas. En el centro de todo el entramado narrativo, en el núcleo duro, late la clásica duda de si lo que vemos es fruto de la mente de Molly (de las drogas, de los traumas y de su deteriorada situación mental) o si por el contrario es real, en tanto que de origen sobrenatural.

Hay argumentos para esgrimir en ambos sentidos. Eduardo Sánchez no sólo no se decanta por ninguno, sino que más allá de dejar esa ambigüedad en el aire –al margen de esa otra ambigüedad narrativa que nace del hipérbaton, de la forma de estructurar la historia y los acontecimientos, de escamotear información, y de la función semántica de los eslabones-, fusiona ambas, de modo que el plano irreal y el irreal no se enfrentan sino que se encuentran, forman un todo, son parte de una misma naturaleza y, al hacerlo, desactivan la vieja dicotomía realidad/ficción (y las conclusiones y líneas de debate que se pueden extraer, apoyadas en el recurso del found footage, son jugosas e infinitas). Probablemente ahí estriba el aspecto más novedoso de la película: no coloca al espectador en una encrucijada, sino que hace algo mucho más atrevido, nos enfrenta con un todo que aglutina ambas vertientes y, al hacerlo, enriquece la realidad, que se vuelve absoluta y se abre como uno amplio prado de posibilidades, cuyos márgenes se extienden hasta donde alcanza la vista: todos y cada uno de los elementos integrados en la historia, ya sean de un lado o del otro (reales o irreales), tienen su razón de ser; componen un discurso coherente (pero vago, casi críptico), en el que progresan de la mano, al unísono y nivelados. De este modo, se destierra la exclusión a la que ambos se veían sometidos hasta ahora cada vez que sus caminos se cruzaban. Podríamos definir este nuevo terror de la siguiente manera:

(ir)realidad aumentada.

Resulta notable la forma en que Sánchez va construyendo el sentido de la película mediante un delicado entramado de asociaciones –sonoras y visuales-, tan sutil como imperceptible. Una imagen ilustra esta idea en los primeros minutos. Recién llegados a la casa, Molly, cámara en mano, sola en una habitación llena de luz, descubre un viejo sillón que se hallaba oculto bajo una sábana. La escena es breve y sencilla, pero la imagen del asiento queda ya incrustada en el subconsciente del espectador. Sabremos después que se trata del sillón del padre de Molly, un personaje turbio del que todos evitan hablar (ya se deja notar una cierta incomodidad en la breve conversación entre Molly y el policía, al principio), que murió en circunstancias extrañas y al que se acusa veladamente de abusar de sus propias hijas. El mueble aparece de nuevo nada más abrir la puerta de un viejo trastero anexo al edificio principal (de mampostería vista, más asociada a las construcciones europeas que a la típica casa de campo americana, habitualmente de madera). Permanece en silencio, como esperando al acecho su momento. Resulta una metonimia de lo más potente. El vínculo entre el objeto y su poseedor se fortalece cuando vemos la fotografía del padre de Molly sentado en él y a una de sus hijas, aún una niña, en su regazo. Más tarde la puerta del trastero se abrirá de nuevo y veremos una pala reclinada sobre el sillón, conminando a Molly a actuar en contra de su voluntad.

La red se bifurca y crece: es en ese mismo trastero donde Molly descubre, por una casualidad improbable, bajo unas tablas sueltas en el suelo, una extraña figura que representa dos cabezas ecuestres mirando en direcciones opuestas. Nada se dice ni se aclara a cerca del objeto; es más, no volverá a aparecer, pero la imagen, furtiva cual es, ya ha sembrado su semilla con un propósito específico; todo se va sumando en el oscuro desván de la memoria del espectador. El descubrimiento del objeto marca la primera transición de importancia en la historia, a partir de ahí Molly experimenta un ligero cambio. Después vendrá el episodio del armario, el único de naturaleza supuestamente sobrenatural, y le seguirá el del muñeco de peluche rescatado del ático (de nuevo un lugar olvidado, viejo, vinculado a un pasado que Molly intenta olvidar –algo de Let´s scare Jessica to death se intuye en esto-). En él esconde aún la jeringuilla, la cuchara y la goma; Molly recae en su adicción, y es aquí cuando acomete el trance más profundo. En algún momento entran en escena los caballos a través de las fotografías que decoran las paredes –imposible no pensar en Equus-, y ello nos remite al amuleto bifronte, y establece de nuevo una asociación que viene para quedarse y que será fundamental –al margen de sus connotaciones y poder simbólico: como icono de la potencia y del acto sexual, como imagen de sumisión y de poder incontenible de la naturaleza; todo emparentado con los abusos-. Así que tenemos caballos, un amuleto, un sofá, y una jeringuilla, todo entrelazado. La presencia invisible del padre, o de su amenaza, viene a menudo anunciada por un repiqueteo de cascos acompañado de bufidos; tenemos también la voz paterna mientras canta la canción de cuna, el hedor putrefacto que penetra la casa (que todos perciben excepto Molly) o el insistente zumbido de moscas; de alguna manera o de otra, las asociaciones terminan convergiendo, y adquieren sentido.

Algunas imágenes, sin embargo, parecen estar fuera de lugar en este maremágnum de estímulos. Tal es el caso del ciervo muerto que Molly encuentra en una de sus incursiones en el bosque (escenario que por cierto remite a El proyecto de la bruja de Blair). Sin embargo, a la luz de las asociaciones, puede dotarse de un cierto sentido al objeto cuando se relaciona con el hedor que invade la casa, con las moscas, que acompañan la presencia invisible del padre, y, por supuesto, con la escena en la que Molly, iracunda, fuera de sí, bañada en sangre, despelleja el cuerpo en el sótano de su propia casa como si de un sacrificio ritual se tratara. El cadáver del animal se asocia sin mucha dificultad a otro cadáver, humano esta vez, que aparece más adelante enterrado en el bosque y, de pasada, conecta con toda la trama de infidelidad, que gana peso cuando Molly repite las palabras que su padre supuestamente le ha dicho: “Todos te abandonarán”, especialmente Tim, que se desentiende de su esposa y de sus súplicas para acudir a los brazos de otra mujer.

Otras asociaciones no dejan de enriquecer las lecturas: el método usado para consumar los asesinatos, un destornillador incrustado en la base del cráneo, recuerda al que se aplica a los caballos en los mataderos. Tampoco olvidemos que la palabra horse se usa para designar la heroína en inglés, y de ahí volvemos de nuevo a la adicción de Molly, a su padre, al símbolo ecuestre, a los bufidos…

Todo se abraza.

Love Molly comienza transitando los escenarios clásicos que podemos hallar en toda casa encantada que se precie: el sótano, el ático, el armario (como también vimos un año más tarde en The pact )… Para recurrir después a otros más cotidianos, desprovistos de misterio, en los que un ente, invisible para todos excepto para Molly, se materializa a plena luz del día. Puede ser en el rincón de un dormitorio o en la puerta de la cocina, frente a la cual Molly se sienta para hablar con su padre muerto. Estos dos momentos en concreto, como reflejo de un terror que solo existe en los ojos de una persona, recuerdan forzosamente a la escena final de Como en un espejo,en la que la protagonista cree ver a un dios araña saliendo de la pared. No dejaremos de subrayar los parecidos razonables que guarda con esta película de Bergman Lovely Molly: el incesto, la demencia (esquizofrenia y drogas), el internamiento psiquiátrico previo de ambas protagonistas (y en Let´s scare Jessica to death)…

Tal vez el punto fuerte de Lovely Molly, su virtud más evidente, resida en la capacidad de Eduardo Sánchez para generar terror con pocos elementos sin que parezca barato, forzado o previsible. Dejando de lado alguna escena que reincide molestamente en los recursos, tan manidos, tan imitados, de El proyecto de la bruja de Blair, la cinta cuenta con un puñado de momentos escalofriantes, ejemplos de tensión perfectamente construida, que se valen de una estupenda regulación de los efectos sonoros: basta una vista subjetiva al subir una escalera acompañada de la voz de un hombre cantando y un zumbido de moscas; o el repiqueteo de unos cascos a lo largo de un pasillo al tiempo que una leve sombra proyectada sobre la pared se aproxima.

Eduardo está en plena forma.

Lovely Molly se cierra con un doble giro final que procura atar todos los cabos. Vemos a Molly desnuda y postrada en su antiguo dormitorio, sudorosa y cubierta de cardenales. De pronto, levanta la cabeza, y a continuación la tenemos abriendo la puerta de la cocina, adentrándose desnuda en la noche, atraída por un ser de naturaleza incierta, una imagen de terror inolvidable pero casi imperceptible, como buena parte de las claves de la película; el director no lo pone demasiado a la vista, pero tampoco lo oculta; simplemente hay que entornar los ojos. Un filón de oro este final que encoge al espectador en la butaca.

El segundo giro es también el segundo final. Tras la escena anterior, volvemos a la luz plena del día. Hannah, la hermana de Molly, entra en la casa deshabitada y sube hasta el dormitorio que compartía con su hermana de niña, que ahora está completamente vacío. En el suelo encuentra un álbum con fotografías de su padre que ya hemos visto anteriormente, con una salvedad, alguien, presumiblemente Molly, se ha dedicado a recortar las cabezas de los caballos que colgaban de las paredes y las ha pegado sobre la cabeza del padre en todas y cada una de las fotografías. El gesto, que puede parecer un poco enigmático, no lo es en absoluto a poco que sigamos la línea de razonamiento que casi se nos deja rematada en la escena anterior, tras ver a Molly por última vez. Deja patente que hay una intencionalidad muy clara en la forma en que se ha elegido contar la historia, y que hasta los elementos más fuera de lugar tienen un motivo para estar ahí; un cuándo, un cómo y un porqué.

Entonces, sin avisar, un susurro se desliza, y Hannah abre el armario…

 

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