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28 años después (2025) supone el esperado retorno a uno de los universos más influyentes del cine de terror postapocalíptico moderno, y para hacerlo más llamativo todavía lo hace de la mano de sus creadores originales, el director Danny Boyle y el escritor Alex Garland, que en la segunda parte se habían desvinculado, y los resultados si bien no malos sí fueron algo más endebles (sobre todo en guion). Ahora, con ellos de nuevo a bordo, cabía esperar un relanzamiento por todo lo alto. Pero, y quizás esta era la condición necesaria para que como creadores reavivasen su interés por este universo, lo que han hecho no es una simple secuela tardía, sino que han buscado consolidar una trilogía cargada de ambición temática y formal, expandiendo sus límites y llevando las cosas más allá aún, arriesgando con ideas nuevas que, como no podía ser menos cuando se corren riesgos, han generado opiniones divididas y más de una airada decepción.

La primera clave que hay que tener en cuenta para entender qué nos encontramos en 28 años después, es que los zombis, pasado tanto tiempo, ya no son zombis (ni infectados, tanto me da): son una especie nueva. Recuerden que los infectados rabiosos de 28 días después y 28 semanas después eran todos iguales, y no tenían intelecto, y al final de la primera película los veíamos incluso muriendo de inanición porque sin víctimas no sabían cómo más sobrevivir. 28 años después esas criaturas o bien se habrían extinguido o bien se han adaptado, y en el universo que nos proponen Boyle y Garland ha sucedido lo segundo. Han aprendido a sobrevivir viviendo en la naturaleza campante (la naturaleza siempre recupera el mundo para sí cada vez que los humanos dan un paso atrás), saben cazar o quién sabe qué más cosas; se han diversificado, los hay de varios tipos, algunos patéticos, lentos y pacíficos, otros más parecidos a lo que solíamos conocer, y otros han evolucionado a alfas, un tipo de criatura más fuerte, e intelectualmente bien dotados. Se organizan en estructuras tribales, y se sugiere, aunque no sabemos cómo, que ya no se reproducen solo por contagio (al fin y al cabo, no queda nadie a quién contagiar), sino que hay reproducción convencional mediante embarazo. También se vislumbran lanzos afectivos entre ellos (por ejemplo: el alfa busca a SU bebé). En definitiva, hay un mundo fantástico nuevo que explorar.

La segunda clave, es que las víctimas, 28 años después, ya no son víctimas superadas por la sorpresa. Ahora forman comunidades aclimatadas a su realidad, la de los infectados, y estas comunidades lejos de estar paralizadas por el miedo se han organizado, tienen sus rituales (por ejemplo de iniciación a los jóvenes) y sus nuevos mitos.

Es decir: si alguien esperaba de 28 años después una película de zombies o infectados en la línea de la primera, solo que con nuevas emociones, es lógico que lo que se ha encontrado le haya podido defraudar. Porque 28 años después es otra cosa, entre el folk horror, la fantasía heroica, y los mundos post-apocalipticos.

El film traslada la acción a una pequeña isla británica —Holy Island— fortificada y rodeada por el mar, donde una comunidad sobrevive mediante estrictas leyes tribales y un aislamiento casi medieval: su única conexión con el continente es una carretera que solo queda al descubierto con la marea baja. Esta localización no solo define la claustrofobia y el suspense de la película, sino que simboliza la fragilidad de la civilización y la tendencia humana al aislamiento y la exclusión. El mundo exterior, Europa continental, parece haber superado la pandemia y observa con indiferencia el destino de la isla, apuntando a una alegoría política sobre fronteras, abandono y colapso nacional muy propia del contexto actual.

A nivel narrativo, la película combina el drama familiar con el rito de paso: el protagonista es Spike, un niño de 12 años que debe cazar a su primer infectado bajo la tutela de su padre Jamie, mientras su madre Isla sufre una grave enfermedad. La historia se centra en la progresiva desidealización del niño respecto a su figura paterna, un proceso arduo y doloroso que sirve como motor emocional (y que culmina en momentos de traición, independencia y ruptura emocional). Spike se enfrenta al dilema de ayudar a su madre cuando comprende que su comunidad no tiene nada más que ofrecer, iniciando así una peligrosa travesía por un continente hostil.

La película destaca por una puesta en escena marcada por los contrastes entre lo bucólico y el horror: la fotografía alterna instantes de belleza inusual con escenas de violencia hiperrealista. El rodaje en smartphone (iPhone 15 Pro Max) refuerza tanto el realismo sucio como cierto aire experimental, aunque por momentos la estética digital resta profundidad y rompe la inmersión. Boyle logra secuencias de acción y suspense de gran potencia, sobre todo con la introducción de los alfas —más rápidos e inteligentes— y con las impresionantes estampidas y enfrentamientos en paisajes abiertos y templos de huesos.

Uno de los puntos más polémicos de la película es la irregularidad tonal y narrativa: tras un inicio prometedor, el guion se dispersa en subtramas familiaristas y saltos logicistas que dificultan la suspensión de incredulidad. La relación padre-hijo y el carácter ritual de la caza se ven ensombrecidos por decisiones forzadas de guion, diálogos expositivos y un segundo acto errático, donde los personajes secundarios carecen de la fuerza y carisma esperados, pese a la correcta labor de Aaron Taylor-Johnson y la brillante Jodie Comer. El joven Alfie Williams consigue, no obstante, dar humanidad e intensidad a Spike, convirtiéndolo en el verdadero motor del relato.

A nivel temático, el film aspira a más: trata la pérdida de la inocencia, la masculinidad tóxica y la resiliencia ante el abandono institucional y familiar. Pero su análisis social y político resbala a menudo sobre la brocha gorda y la obviedad, quedando más en la superficie que en la profundidad que prometían sus primeros actos. El simbolismo político —la cuarentena insular, el pragmatismo de las potencias no afectadas, la gestión de la catástrofe— es potente pero no acaba de integrarse en la trama con naturalidad.

En definitiva, “28 años después” es una experiencia vibrante pero desigual que destaca por su ambición y la inteligente manera en la que expande su universo, sin concesiones acomodaticias, y atreviendose con capas de interés nuevas. Su atmósfera, las secuencias de acción y algunos apuntes visuales logran emocionar y desconcertar, fiel al legado de Boyle y Garland. Aun con los problemas de tono, los huecos dramáticos y la falta de profundidad en el desarrollo de algún tema, resulta valiente y a veces suicida, arriesga en lo formal y en el discurso, y por ello será divisiva, y a la vez un título de culto instantáneo.

Y eso a pesar de su desconcertante final, que sin duda engancha con el prólogo, pero vaticina que habrá un 28 años después capítulo 2 (o algo así) en el que espero que terminen de encajar las cosas.

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