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Las películas sobre tiburones han acabado por constituirse como un subgénero propio, sobre todo desde el éxito de Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg. Por otro lado, de un tiempo a esta parte el cine de terror, siempre buscando un impacto sobre el espectador cada vez más difícil de conseguir, ha optado por volverse cada vez más envolvente y personal, abundando los survivals (o películas centradas en la supervivencia de uno o varios personajes a una situación extrema, sin más subtramas ni otros cambios de punto de vista) e incluso las películas de falsa realidad (found footage) y las cámaras subjetivas. De ahí que haya surgido, dentro de este “subgénero” de tiburones, un linaje más intenso en el que los protagonistas sufren atrapados durante la mayor parte del metraje (la práctica totalidad, salvo una introducción más o menos larga) el angustioso acoso de uno o varios tiburones en medio del mar. No sé si la primera de este tipo fue Open Water (2003, de Chris Kentis), pero sí fue la más notable muestra de cómo desde el cine independiente y con poco presupuesto podía mantenerse un agobio sostenido que mirado con detenimiento no era otra cosa que genuino terror: su barco se había marchado dejando olvidados por error a la pareja formada por Blanchard Ryan y Daniel Travis cuando estos hacían submarinismo en alta mar. Flotando. Los protagonistas confian en que tarde o temprano alguien les va a echar de menos, pero las cosas se tornan desesperadas cuando comienzan a vislumbrar aletas de tiburón a su alrededor, cada vez menos tímidos a la hora de acercarse a aquellas insólitas presas.

Open Water creó escuela (y engendró dos secuelas, la última apenas del año pasado), y raro es el año en que no surge alguna película de este estilo, aunque como suele pasar, la mayoría son poco destacables y así nos hemos hartado de ver tiburones hechos por CGI baratos, telefilmes para la sobremesa o canales especializados, y otros así. Aunque de vez en cuando también han surgido películas buenas, o al menos muy dignas, como El arrecife (The Reef, 2010) de Andrew Traucki, en la que un grupo de jóvenes buenos nadadores cuyo barco ha volcado, consideran una buena solución ir a nado hasta la tierra más cercana; una idea que efectivamente podría haber funcionado si un tiburón blanco no hubiese decidido darles caza una y otra vez. El año pasado fue nuestro compatriota Jaume Collet-Serra el que hizo un excelente trabajo con Infierno azul (The Shallows, 2016), con una aguerrida surfista interpretada excelentemente por Blake Lively atrapada en un diminuto islote de coral mientras otro tiburón blanco nada a su alrededor a la espera de que suba la marea… Han pasado solo unos meses desde The Shallows, y debemos de estar en buena racha, porque ahora nos llega A 47 metros, y también es razonablemente emocionante, bastante bien.

El título sintetiza su sinopsis, y ésta a su vez es un perfecto demostrador de lo que la película ofrece: las protagonistas son un par de hermanas (Mandy Moore y Claire Holt) que durante un paradisiaco viaje vacacional por Mëxico deciden contratar una tan experiencia extrema como es sumergirse entre tiburones dentro de una jaula para poder observarlos y fotografiarlos. Sin embargo algo sale mal, el cable que sujeta la jaula se rompe, y la jaula con ellas dentro caba en el fondo del ocena, exactamente a 47 metros de profundidad. Sí, están en un lugar en el que abundan los tiburones, pero la jaula les protege. De lo que no les protege es de quedarse sin oxígeno… La película es un survival de manual con fotografía submarina. Rodada en realidad en una piscina en estudio, los tiburones están integrados mediante CGI. Algunos flashbacks nos sacan del agua temporalmente para que conozcamos las motivaciones de cada hermana: la lanzada aficionada a los deportes de riesgo y al escaso compromiso, y la seria, conservadora y formal, que acaba de romper con su novio de toda la vida, y quiere demostrarle/se algo optando por hacer cosas tan disruptivas para su estilo como bucear entre tiburones.

La cuartada motivacional suena un poco a lo de siempre, aunque esta vez funciona bastante gracias a que las actrices hacen un buen trabajo, y eso que las gafas y máscaras de bucear no favorecen la interpretación. La película consigue resultar muy tensa, y en cuanto la jaula se hunde en las profundidades el espectador ya no tiene ni un segundo para recobrar el aliento. Enseña bastante poco, la oscuridad a esas profundidades no favorece a que se vean muchos tiburones todo el tiempo, pero eso juega a favor del film: aunque no los veas, sabes, igual que las hermanas, que ellos están ahí. El factor “quedarse sin aire” es como un temporizador que las impele a intentar cosas. Y también hay momentos en los que el espectador lo pasará mal a causa de la sospecha de que los mexicanos del barco a los que se les ha caído la jaula con las chicas puedan ayudar u optar por hacer otra cosa. Tan solo en el tramo final hay un twist tramposo e innecesario, para mí lo peor de la película. Hay quien la ha llamado The Descent en el fondo del océano, y se refieren tanto a la ansiedad que provoca como a este detalle del final (y no diré más).

A 47 metros estaba en un principio destinada a ser un film de Video Bajo Demanda (VOD en las siglas por las que este servicio es internacionalmente conocido). Por entonces se iba a titular In the Deep. El productor Byron Allen no tardó en darse cuenta de que la película que estaba quedando tenía potencial incluso para una exhibición más amplia. Fue retitulada a 47 Meters Down, y así ha llegado a los cines. Fue una buena decisión comercial, ya que el presupuesto de la película es de tan solo cinco millones y medio de dólares, y tan solo en la semana del estreno ya había recaudado más de once (ahora mismo ya va por cuarenta y siete).

Lo mejor de A 47 metros es que da exactamente lo que se puede esperar, un sólido entretenimiento.

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