Al principio de “El aura” encontramos a Ricardo Darín tirado en el suelo. No sabemos quién es ni qué le ha pasado, o a dónde va cuando se despierta. Desde el primer minuto de proyección la película es así de inquietante y envolvente, como caminar entre bruma, a través de la cual miras y sólo ves formas, pero es difícil proveerlas de detalles, sabes sólo lo suficiente para no tropezar, y en cada momento adquieres justo la información imprescindible para el siguiente paso, nada más. En “El pozo y el péndulo” Edgar Allan Poe nos enseñó que hacen falta muy pocos detalles sobre un personaje para compartir su pesadilla. También el protagonista de ese relato se arrastraba en la oscuridad tratando de conocer la forma de su celda-trampa. El personaje de Darín sufre ataques epilépticos que le dejan desarmado e inconsciente, pero padece algo más, una especie de desorden nervioso más grave, o tal vez un desorden existencial, como esos personajes huidizos y extraños incluso a sí mismos de “La nausea” de Sartre o “El extranjero” de Camus. Poquísimo es lo que lograremos saber de él, ni tan siquiera su nombre, que no se menciona en toda la película. Parece desubicado en el mundo, quizás hasta amnésico, y tiene reacciones de ciego que da palos o que se niega a aceptar el funcionamiento de las cosas más allá de su propio desconcierto, como cuando mata accidentalmente al primer hombre.
Ricardo Darín, magnífica su actuación (como de costumbre, aunque un tanto encasillado en cierto tipo de papel, del que aquí nos alegramos verle alejarse), interpreta a un taxidermista, es una de las escasísimas cosas que sabemos de él. Un taxidermista es alguien que construye falsas realidades, animales que parecen vivos cuando en realidad están bien muertos. Por otro lado también sabemos que su personaje está convencido de que él podría dar la obra maestra de los atracos, sueña con que es un supercriminal. Es de las pocas cosas en el mundo en la que demuestra poner algún interés, alguna vitalidad, un sueño eufórico. Por lo demás, ni aún cuando recibe una misteriosa nota de (intuimos) una pareja que se ha marchado sale de su apatía. Para ese robo magistral está seguro de contar con sus extraordinarias facultades, una memoria excepcional y una capacidad increíble para canalizar y aprovechar la información del ambiente, especie de contraprestación positiva al resto de sus desdichas nerviosas. Con este personaje tan intrigante y atractivo, fascinante en su impasividad y sus dudas que son también las nuestras, nos internamos en una aventura apasionante de puro tenebrosa, como esas brumas de mi metáfora inicial, en cuyo primer tercio la acción transcurre en una penumbra argumental tal que raya en la abstracción. Recogemos los acontecimientos y vamos componiendo un puzzle, sabemos que el personaje se está internando en una realidad que no le corresponde, peligrosa y oscura, a través de la cual avanza suplantando el papel de otro con una confusión que comparte el espectador. La fuerza de la narrativa del film reside ante todo en su ambientación, un ejercicio de clima psicológico denso y exquisito, unas tinieblas cada vez más y más densas, y en una dosificación exacta hasta lo científico de la información, que personaje y espectador reciben juntos.
Acercándonos un poco al ecuador de la película penetra un rayo de luz: el asunto trata del enredo en torno de un robo. En eso es como “Nueve reinas” (2000), la anterior película de su director, el cada vez más interesante Fabian Bielinsky. Pero Bielinsky no sólo no ha sido conservador, repitiendo como podría haber hecho el ejercicio de fórmula de su gran éxito, el mayor logro comercial del cine argentino en años junto a “El hijo de la novia”. Aquí no hay personajes pícaros y vivaces ni juego de mentiras en espejos. Con esta su segunda película, el director ha demostrado que sabe hablar de lo mismo diciendo algo totalmente diferente, formando un díptico desafiante, y que maneja tanto el ritmo como la atmósfera. En “Nueve reinas” las situaciones estaban por encima de sus timadores protagonistas; en “El aura” es la presencia psicológica y emocional del protagonista la que está por encima de la situación. El personaje descubrirá, en un momento dado, que en su pusilánime avanzar a gatas se ha metido sin comerlo ni beberlo en un follón que pone al alcance de su mano su sueño: cometer ese super-robo. Naturalmente la vida real es muy diferente de nuestros sueños, y nosotros mismos no somos exactamente como nos vemos, o como nos queremos ver. Ese es uno de los grandes temas de la película, el paralelismo patético entre nuestra vida interior en la que podemos ser héroes y la vida real en la que somos sólo lo que seamos capaces de ser. Y no sólo se ve en el transcurrir general de la película: también en pequeñas escenas puntuales, como esa que vemos dos veces y en la que Darín surge de detrás de un árbol para apuntar con una pistola a otro hombre, tal y como la imagina él seguro de sí, y tal y como es cuando tiene que ponerle el arrojo suficiente para hacerlo. También es, en esa dirección, una película sobre la responsabilidad de la acción. En nuestros sueños todo es limpio, en la vida real nuestros pasos afectan a otras personas. El taxidermista trata de crear una realidad disecada en algo que no es tan sencillo.
Espléndido film noir como la copa de un pino en una tradición más onírica que gangsteril como pudiera ser la de “El tercer hombre” (“The Third Man“, 1948, de Carol Reed), al conseguido clima de la película creado desde el texto y cimentado por la interpretación de Darín, le apoya la ambientación boscosa en la Pampa, la música monótona y ambiental, los sonidos, los fueras de campo, el color y la foto y en general la planificación entera. A Bielinsky sólo le sale caro un detalle: en el fondo se niega todo el rato a atravesar la línea y salirse de lo narrativo, esquivando un verdadero “lenguaje del absurdo” como el que a veces sí han explorado los hermanos Coen o David Lynch, por poner dos ejemplos muy distintos de autores que han transportado pedazos de cine negro a mundos cuasi-fantásticos y personales. Aquí, en cuanto se sabe la auténtica trama, ya no se pierde de vista, y ésta en nuestro caso no está precisamente blindada. Chocan algunos momentos del guión y es posible tropezar con alguna que otra costura, que dejan una impresión como de “un momento, algo falla”, cuando lo realmente rico de la película es todo lo demás, el modo en que está hecha y ese mundo interior ya comentado, en lo que el film resulta brillantemente redondo. El final, lejos de ser reconfortante o explicativo, dejará al espectador todavía más alucinado.
El compromiso de Fabian Bielinski con la originalidad, la ambición artística y el buen cine ha quedado certificado de esta manera tan locuaz después de cinco años de espera. Hemos encontrado a otro de nuestros directores favoritos desde ahora, y lo mejor es que es un pibe que habla castellano. Siempre es algo que hace ilusión.
Es la película que Argentina presenta como candidata a la nominación al Oscar a la Mejor Película Extranjera, y por lo que a mí respecta debería muchas papeletas, a pesar de que nuestra “Obaba” de Armendáriz tampoco está mal…
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