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A los que nos gustan estos temas a menudo también nos gusta reírnos de nosotros mismos y de ellos. Y, por ejemplo, una ocurrencia satírica muy típica, es la de celebrar la enorme suerte que hemos tenido con que Superman, por ejemplo, sea lo que es y no un hijo de puta. Con la cantidad de malas personas que hay en el mundo (y diría que incluso en el Universo), que el último hijo de Kripton llegase a la Tierra, diera con el matrimonio Kent (honorabilísimas y muy honradas personas) y se convirtiera en un buen y amantísimo hijo, y en un chaval de conducta también intachable, que diera paso al mayor benefactor de la humanidad… ¡pues es una suerte! Mira tú si, en lugar de eso, a Clark Kent, o mejor dicho a Karl-El el kryptoniano, le hubiese dado por usar sus poderes para… qué sé yo, levantarles las faldas a las chicas, o convertirse en el abusón de su cole, o de más mayor se hubiese convertido en un pandillero drogadicto y atracador. No os digo ya nada qué hubiese ocurrido de convertirse en un asesino a lo Ted Bundy, o en un tipo a lo Hitler. Vaya, visto así ya no mola tanto que existan superhombres.

Eso es lo que plantea Brightburn, la originalísima y más que disfrutable propuesta de nos propone la pandilla de James Gunn (Slither, Guardianes de la galaxia), un tipo que ya había realizado su propia sátira-reflexión sobre el mundo de los superhéroes y su esencia en la también excelente Super (2010). Aquí él ejerce de productor, pero espérate, porque los guionistas son su hermano y su primo, Brian Gunn y Mark Gunn respectivamente. Y la dirección se la deja a David Yarovesky, colaborador habitual suyo desde los tiempos en que el autor de Guardianes de la Galaxia hacía la serie de humor PG Porn en TV. Así que todo queda en familia.

Volviendo a la propuesta de este film: imaginaos que cae una nave del espacio con un bebé de aspecto humano dentro (como en Superman), y que una pareja de bellísimas personas (Elizabeth Banks y David Denman) que están teniendo problemas para tener un hijo, se lo encuentran, y deciden adoptarlo. También como en Superman, resultará que el pequeño Brandon, pues así le ponen al niño, va desarrollando poderes sobrehumanos, que van desde fuerza sobrehumana, indestructibilidad, capacidad de volar, etc. Pero en este caso Brandon reacciona de forma diametralmente opuesta a como lo hace Clark Kent: el despertar de sus poderes coincide con que comienza a escuchar voces en su cabeza (en realidad Superman también, y así acaba sabiendo cómo construir su Fortaleza de la Soledad o quién es realmente), y Brandon comienza a mostrarse desobediente e irrespetuoso primero, insolente después, y directamente un psicópata malnacido al final. Brandon (correctamente interpretado por el joven Jackson A. Dunn, sentirá nítidamente que él, al no ser un simple humano más, es superior a nosotros el resto. Y lejos de sentir paternalismo o de pretender ayudarnos con sus habilidades, se va larvando en él la firme determinación de usar su poder para obtener todo aquello que desea, y tarde o temprano de someternos y alzarse por encima de nosotros, igual que el ser humano se alza sobre sus animales domesticados.

La película comienza como esos films sobre adopciones de niños que, en nuestro género favorito y por razones obvias (sería diferente si nos ocupásemos de comedias), tienden a terminar mal, en cuando se descubre que el niño es hijo del diablo, está poseído, es un psicópata o cualquier cosa similar. En cierto modo BrightBurn es un completo representante de esta temática, y lo que le ocurre a Brandon es una traslación llevada al extremo de la problemática que existen a veces con niños adoptados y acogidos, sobre todo cuando llegan a la adolescencia. Los problemas para encajar su doble realidad, la familiar adoptiva y la del origen biológico, sumado con posibles secuelas subconscientes dejadas por lo que se haya vivido previamente a iniciar su vida con la familia definitiva, pueden llevar a comportamientos rebeldes. Aunque aquí lo que hay es muchísimo más grave, en la línea de lo que decía antes, al decidir Brandon simplemente que él merece dominarnos. Pero en cierto modo sí es un trastorno de la socialización derivado de descubrir su verdadero origen, y de no encajarlo de forma positiva.

Pero me estoy poniendo innecesariamente serio. Más que problemas para aceptarse a sí mismo, lo que le ocurre a Brandon es que se convierte en el malo de un slasher, y encima en uno con superpoderes, que vuela, mata de un puñetazo o te prende fuego con su visión calorífica. La película atraviesa un buen tramo en que la esencia de la misma es ésta. También es en esta parte en la que se hacen los hallazgos visuales más interesantes, como los del aspecto del supervillano que Brandon inventa, con esa capucha que parece de espantapájaros, figura oscura y aterradora de encontrar.

Esta deconstrucción heterodoxa de lo que constituyen los sintagmas y predicados habituales en el género de superhéroes, incluida su iconografía de vestimenta, aunque aquí esté subvertida y pervertida, emparenta la propuesta del clan Gunn con la de la trilogía de Night Shyamalan formada en El protegido (Unbreakable, 2000), Múltiple (Split, 2016) y Glass (2019), y sobre todo con Múltiple, porque es la parte dedicada íntegramente al desarrollo de un personaje de cómic intrínsecamente maligno.

El tramo final, y sobre todo su epílogo, constituyen un desmadre que parece insinuar el arranque de una saga en la que, a la imagen de cómics que muestran el lado oscuro de los superhombres, como Marshall Law o, sin ir más lejos, la mismísima Watchmen, a la que quizás se podrían unir otras referencias como Kick-ass.

Y es que estamos mejor sin superhéroes.

¿Qué si la recomiendo? Decididamente sí. No sólo se sale de lo típico, sino que resulta suficientemente intrigante, emocionante y divertida como para pasar a nuestra lista de las sorpresas de este año.

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