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AVISO: Este es un artículo de análisis con spoilers. Si no has visto la película todavía, deberías leerlo más adelante, cuando lo hagas.

Desde que en 1995 Pixar nos presentara el mundo de juguetes de Toy Story, hemos podido apreciar un progresivo oscurecimiento de las reflexiones típicas en la serie. Digo “típicas”, porque Toy Story nunca fue solo de aventuras de personajes que casualmente son juguetes, sino que son historias cargadas de filosofía sobre aspectos como el deber, el sentido de la vida, los celos por sensación de reemplazo (utilizando el título de Delibes, ese Príncipe destronado que es todo niño cuando nace un hermano), el paso del tiempo, etc. Y digo “oscurecimiento” precisamente con el cariz que han ido tomando esas reflexiones. Que en Toy Story, la primera, eran, como he dicho, la necesidad de sobreponerse cuando pierdes el trono y dejas de ser el centro de atención, por el motivo que sea (es la película de Toy Story que nos muestra al Woody más mezquino, porque es la película en la que flaquea, o en la que había flaqueado… hasta ahora); y también el sentido del deber como faro para alumbrar un sentido de la existencia: Woody le enseña a Buzz Lightyear la importancia de ser un juguete, y de cómo debe encajar en paz consigo mismo y con orgullo su propia identidad y su lugar en el mundo), en lo que es un discurso muy clásico, muchos dirían que muy “conservador”, pero en cualquier caso extremadamente funcional en tanto en cuanto deja a todos los personajes, al final de la peripecia, en paz y felices. En realidad es la única vez que esto sucede al cien por cien. Sí, está el gag final de que a Andy le regalen un perro, pero los propios juguetes saben que juntos no tienen de qué preocuparse.

Pero Toy Story es una película del cada vez más lejano 1995, y fue urdida por un equipo creativo, el de John Lasseter, Andrew Stanton, Peter Docter y el prematuramente fallecido Joe Ranft, los cuatro ideólogos de Pixar, nacidos todos en la década de los años 60 (excepto Lasseter, que es todavía mayor, y nació en 1957). ¿Y qué ocurría con los niños que nacimos entre las décadas de los 60 y 80? Que nos gustaban los juguetes. ¿Les gustan los juguetes a los niños actuales? Es dudoso. Naturalmente, como todo, va en la persona. Seguro que hay lectores que reciben estas líneas pensando en sus hijos o hermanos pequeños, que disfrutan un montón de los juguetes, tanto o más que esos otros niños que hoy somos cuarentones y recordamos nuestros Geypermanes, nuestros Masters del Universo, nuestros clics de Famobil, etc, y que tuvimos infancias más similares a la de Andy (o todo lo similar que se puede ser teniendo en cuenta que Andy es un niño norteamericano que vive en una casa unifamiliar de suburbio estadounidense, y que yo era un niño de piso en barrio típicamente obrero de Madrid, pero ustedes me entienden, y jugar era jugar, aquí y en Tokyo). Pero hoy en día, es mi impresión, los niños actuales tienen en término general más de todo, y muchas más opciones de ocio aparte de jugar en la calle o de los juguetes. Hay mucha más oferta de TV, está Internet, cada vez más temprano en sus vidas (hay decenas de youtubers, sobre todo en el mundillo gamer, que saben que más de la mitad de sus seguidores son menores), hay videojuegos, siendo absolutamente habitual ya que sean online o en red.  3 de cada 4 niños de 12 años, tienen teléfono móvil. La infancia es cada vez más corta, y paradójicamente la inmadurez adolescente es cada vez más larga. Pero a lo que yo iba era a la primera parte de la afirmación: hoy seguramente el tipo de juegos que pide un niño de 12 años es muy diferente de los juguetes que tiene Andy en Toy Story. En definitiva: el público de la serie de películas de Toy Story se divide entre los mayores, que se sentirán nostálgicos y comprenderán los emotivos discursos de Woody, tal vez pensando en su propi Woody particular (aquel muñeco o juguete que era su favorito) y apreciando su fidelidad, y los niños, el público más joven, que apreciará en la trama a sus personajes divertidos… sin entrar en más. Porque ellos en realidad no tienen a un Woody esperándoles en casa, ni sabrán nunca lo es eso. Quizás me estoy pasando de reaccionario, estoy seguro de que me equivoco en muchísimos casos (aunque solo sea respecto a ese oso de peluche con el que dormías), pero me temo en muchísimos otros, exagerado o no, no ando desencaminado.

Y ojo, que este tema ni siquiera ha sido abordado en ninguna película de Toy Story. Pero al paso que llevan… En Toy Story ya comienza a vislumbrarse.

Entonces llegó Toy Story 2, y entre otras vicisitudes aventurescas comenzaron a aflorar algunas de las peores partes de la realidad de ser una cosa. Porque un juguete es una cosa, tanto en la vida real, como en la ficción de estas películas tal y como los perciben sus personajes (secundarios) humanos. Las películas de Toy Story están íntegramente sustentadas en el sortilegio de que los juguetes tienen vida… pero solo cuando nadie los mira, y el resto del tiempo son… eso, objetos. Existe un desequilibrio terriblemente cruel entre los que son en esencia seres vivos y con bellos e intensos sentimientos (¿seres humanos?) y el modo en que son tomados (con sus consecuencias) como cosas, y es una injusticia de la cual los protagonistas de Toy Story jamás pueden salir airosos, por muy orgulloso que esté de su lugar el sheriff Woody, y por mucho optimismo que nos vendiese la primera película. En Toy Story 2 surgen varias circunstancias interesantes en torno a esa naturaleza material de los personajes, suerte a la que se encuentran indefensos, tan indefensos como Woody cuando el despreciable Al le roba. La primera de esas circunstancias, es que los objetos se compran y se venden, se comercia con ellos, se coleccionan. Eso reduce a nuestros queridos personajes a una condición similar a la de esclavos, ¿no? Pero es cierto, tan cierta como su falta de exclusividad individual (en la tienda de juguetes hay decenas, cuando no centeneras, de unidades de Buzz Lightyears, todos indiferenciables -lo único que distinque al “verdadero” Buzz es su vivencia, y por lo tanto su conciencia-) o lo contrario, su revalorización objetiva (Woody resulta, al revés, ser un cotizado juguete de coleccionismo).  

Pero si hay algo manifiestamente cruel en Toy Story 2 es la presentación del tema de la obsolescencia: el pingüino Wheezy (o Wisi) es excluido y “desterrado” debido a que ya no funciona, y el propio Woody sufre en sus propias carnes el miedo a terminar en la basura cuando, en un lance normal de su propio uso, se rompe. Además, los niños crecen, y en cada estadio mental abrazan aficiones e intereses nuevos, de forma que de manera natural van perdiendo su interés en los juguetes (o… como nos ha pasado a muchos, los juguetes nos gustan, pero los miramos de otra manera, con ojos adultos, coleccionistas, nostálgicos, historiadores…). Los juguetes son abandonados, olvidados o sustituidos. Eso es lo que le pasó a la vaquerita Jessie con su propietaria, la niña Emily (sea o no Emily la madre de Andy, si el lector conoce esa popular teoría). Incluso está ahí el tema del fracaso del juguete, como el de Pete el Oloroso, un juguete que nunca se vendió, nadie le quiso y se quedó para siempre en el almacén de alguna tienda. Es la naturaleza de la cosa, que se vende (o no), se compra, se tira, se deja, se rompe… y no pasa nada, no hay nada moral ni inmoral en ello.

Toy Story 3 ahonda en esta temática amarga, explicitando el asunto del crecimiento de los niños. Andy se hace mayor, y abandona incluso a Woody, no digamos ya al resto de los juguetes. Hay un amigo en mí, reza la canción que canta el muñeco, pero el chico humano no corresponde con sentimientos recíprocos. No puede. Le debes lealtad a las personas, a tu familia, a tus amigos… pero no a las cosas, no eres amigo de un juguete, así como tampoco lo eres de tus calzoncillos. El momento crucial ha llegado, a los juguetes solo se les presentan tres futuros posibles: ser tirados a la basura, arrinconados en el trastero, o donados a Sunny Site. Pero claro, nosotros sabemos que son algo más que muñecos, son unos tíos geniales a los que estamos enganchados desde hace dos películas, con los que empatizamos. Lo que les está pasando es una putada. Molly, la hermana de Andy, es incluso más despegada que él, y abandona a Barbie a la primera de cambio. Lo que sigue es una reflexión sobre la necesidad de sobreponerse, aparte de otros comentarios, incluso políticos. En Sunnyside, además, el oso Lotso abunda en el concepto del juguete abandonado: sustituido por otro de la misma marca y modelo (¿os acordáis de Buzz frente a las hileras de cajas llenas de otras unidades de sí mismo?), y aunque un poco llevado al extremo, en la idea del juguete como elemento rompible, usable y tirable. Oh, sí, también estaba la reflexión final sobre la muerte, y la necesidad de encararla con serenidad cuando se vuelve inevitable.

Pero si hay algo por lo que destacaba Toy Story 3, es por todo su tramo final de puro terrorismo sentimental, que nos hizo llorar a moco tendido, primero en la escena del vertedero, y luego con el epílogo de despedida, merecidísimo dramatis personae en clave de homenaje, con Andy haciendo entrega de sus juguetes a Bonny, uno por uno, como queridos amigos que salen a decirnos adiós. Es muy jodido ser un juguete, pero no hay porqué dejar a la gente con mal sabor de boca. Se cierra un ciclo, adios Andy, hola Bonny, todo vuelve a comenzar, los muñecos jugarán de nuevo, y todos volverán a ser felices. Han salvado el envite de la guadaña que lleva a que un objeto no se use nunca más, se tire o se recicle.

Hasta Toy Story 4. Vaya por delante que la película me parece magnífica. Renquea en algún punto, pero no me voy a poner ahora a ponerle pegas, porque en general me ha gustado mucho. Y, no obstante, hubiese preferido que no existiese. Confieso que me ha hecho sentir mal, y que siento que no tenía por qué haberlo hecho, que no venía al caso ahora. No soy de las personas que rehúyan ninguna temática en el cine, muchas de mis películas favoritas son bastante “malrolleras” y lo son precisamente por eso. Pero Toy Story 4 viene a decirnos que el epílogo de Toy Story 3 no era ninguna meta alcanzada, sino otro punto de tránsito, y que la interpretación positivista que sacamos muchos, era falsa. Con Bonny no es lo mismo. Tras un prólogo que no hace más que subrayar la naturaleza de Woody tal y como le conocíamos en las tres anteriores películas, un tipo capaz de renunciar al amor por su deber con Andy, pasamos a la grisácea realidad de que la nueva propietaria no colma, ni de lejos, las necesidades del vaquero. E incluso la presentación de Forky, el maravilloso hallazgo de la película, pone en jaque el concepto mismo de a qué le debemos considerar “ser un juguete”. ¿No es un juguete todo con lo que se juega? ¿Incluso algo reciclado de la basura, incluso un palo o una taba de hueso? La valía de los juguetes se relativiza todavía más: en Toy Story 2 vimos que los juguetes de venden y se roban, y ahora vemos que incluso te los haces tú, que tampoco son una grandísima cosa especial.

Sin entrar ahora en otras consideraciones que se podrían hacer sobre la magnífica trama, la peripecia de Woody tratando de seguir siendo un juguete útil ahora por medio de la existencia de Folky, le lleva hasta el anticuario, lugar oscuro donde hay más juguetes fracasados y psicológicamente dañados, como la muñeca Gabby Gabby, excelente personaje, y su ejército de muñecos de ventrílocuo, otra forma diferente de ser un muñeco y no un juguete, y todo un guiño al cine de terror; y en contraposición con ese escenario, su antítesis, está la feria, en la que viven juguetes emancipados como la empoderada Bo Peep, que pasa de ser un insulto chiclé decorativo en las anteriores entregas, a paradigma a lo Imperator Furiosa de Mad Max: Fury Road de mujer fuerte e independiente. Toy Story 4 es, por fin, la película de la generación de los niños que no juegan con juguetes. Salvo algún leve apunte optimista que la salva de caer en una amargura que podría sentirse maniquea, como cuando Gabby Gabby por fin encuentra a una niña para ella (claro que no sabemos qué pasará después), los niños que aparecen no les dan tanta importancia (Harmony pasa olímpicamente de Gabby Gabby), y a los juguetes por su cuenta parece irles muy bien.

Y es que Toy Story 4 dice: ¿por qué vas a serle leal a algo que no existe, a una asociación que en realidad no existe, que nunca ha estado compensada? Y así, después de todos los discursos que le echó a Buzz en la uno, de negativa de abandonar a Andy para ir a Japó en la dos, y de su integridad para mantenerse fiel a Andy incluso desde el trastero, vemos a Woody claudicar. Renuncia a sus principios. En un mundo indiferente de lazos circunstancias y contingentes, el individualismo termina siendo la única respuesta posible.

Y ese es el problema que le veo a Toy Story, como historia completa. Claro, visto con mis ojos de adulto, con mis propios anhelos y frustraciones. Que la leo como la historia de un despertar por medio de su correspondiente desengaño. Es la historia de un muñeco idealista llamado Woody, que habría muerto por su niño, Andy, incluso sin sopesar si eso era justo o injusto, correspondido o no, pero al que el tiempo le enseña a anteponerse a sí mismo como individuo, y encarar la única solución posible: romper con los humanos. Bien mirado, son valores por los que yo rijo mi vida, que trato de dirigir desde el individualismo y la libertad (con sus matices). Pero en el fondo, siempre miro ciertas orillas buscando certezas, compromisos, valores… No digo que ahora Woody se vaya a volver un tipo sin escrúpulos, pero… ¿alguien entiende por qué el cambio de este personaje me hace sentir solo? 

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