Les cuento, ya verán cómo les va a sonar todo: Un grupo de jovenzuelos, chicos y chicas, han alquilado una apartada casa en el campo para celebrar un cumpleaños. Se les acaba la bebida, así que se ponen a registrar la casucha por si acaso hay algo que echarse al gaznate que no sea del todo tóxico, y en lugar de alcohol encuentran un desván cerrado con candado y letrero de “No pasar”. ¿Harán caso del cartel? No, claro, para qué. Dentro, encontrarán un montón de antigüedades, bastante sugerentes, imposible no pensar en La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods), como si cada uno de los objetos que encuentran encerrase su propia película, su propia maldición. Pero se fijan sobre todo en una caja con un símbolo de magia negra grabado en la tapa, y dentro en un tarot hecho a mano, con los dibujos más macabros posibles sobre los conceptos archiconocidos de la famosa baraja de Rider Waite Smith. La protagonista interpretada por Harriet Slater, les echa las cartas a todos sus amigos, terminando cada tirada con la carta final, la que determina el destino (parece que todas las demás no importan, lo cual no deja de ser conveniente aunque raro). A partir de ese momento, arranca un slasher sobrenatural, en el que unas criaturas sacadas de esa baraja, a cada uno la de su última carta, les asesinarán uno por uno, y de una forma creativa que encaje de manera tergiversada con la descripción hecha durante la lectura.
El cine de terror adolescente, el que está protagonizado por jovencitos que se meten en un lío que termina por matarlos, se remonta posiblemente a la década de los 50, al nacimiento de la “cultura popular joven”, basada en una música propia, una moda propia e incluso un cine propio. Es un tipo de película con unas dinámicas muy pronunciadas (algunos dirían: es un cine lleno de tópicos y clichés), poco ambicioso y que rara vez engaña, tal vez debido a esa misma falta de ambición. Pretende entretener, en el mejor de los casos proporcionar algún que otro sobresalto, y poco más. Así que cuando uno se sienta a ver Tarot, a poco que se haya informado, o incluso sin haberse informado en cuanto ves durante sus primeros 10 minutos cómo se plantea la cosa, luego no puedes venir quejándote de que no has visto precisamente un film de la A24 o un “elevated horror”.
Los jovencitos hacen sus cosas de jovencitos, y los monstruos salidos del tarot se los cargan uno por uno. Aquí es donde empiezan las buenas noticias: dentro de esa amalgama de clichés de los que se burlaba con tan buen tino la ya cita La cabaña del bosque, Tarot no abusa demasiado, no tenemos ni al porrero, ni al deportista, ni a la animadora… ni puntúan muy alto en la escala de tontos. Los personajes pueden llegar a caerte razonablemente bien, porque son gente normal, guapa pero normal. Excepto uno, que no es guapo, y encima es el dichoso alivio cómico cargante, ese tópico sí lo recogen, y que está interpretado por Jacob Balaton, el “tío de la silla”, Ned, de las películas de Spider-man de Sony + Marvel con Tom Hollan. A su personaje sí que le matarías, darías cualquier cosa por adelantar que su propio monstruo le asesine. Y sin embargo… ¡ay, qué final más frustrante a ese respecto! (Considérenlo un spoiler). Pero quitándole a él, los demás jovenzuelos no están mal, no ofenden la inteligencia del espectador, ni siquiera cuando se empeñan en salir corriendo en la dirección errónea.
Respecto a los monstruos, la película no funcionaría si ellos no lo hicieran, porque por muy guapos que sean los chicos y chicas elegidos en el casting, al final lo que el espectador quiere ver es muertes creativas. Y aquí funcionan, un poco a medio gas, quizás mejor al principio, en sus primeras apariciones, que según se van sucediendo éstas y las criaturas comienzan a parecer de videojuego barato. Abusan del CGI. Si esta misma película la hubieran hecho solo con efectos prácticos, con este plantel de monstruos estaríamos ante un clásico instantáneo. Pero falta ambición, ya lo dije antes. Así y todo, los diseños son interesantes, y las muertes (las primeras más que las últimas, repito) bastante imaginativas. A este apartado no les puedo poner ni un mísero bien, pero desde luego aprueba. Digamos: suficiente. Recuerda un poco a 13 fantasmas, la de 2001, no la original de William Castle, en el sentido de que en aquella lo mejor eran de largo los diseños de los fantasmas, daba cada uno para tener un spinoff propio. Estas cartas andantes funcionan mejor como equipo (que no se rompa la baraja), pero desde luego te dejan con ganas de verlos más, y eso es buena señal.
El punto débil de la película es su climax, y eso es malo, porque al ir de más a menos, el final te deja una sabor de boca muy insatisfactorio. Si hubieran podido mantener el mismo nivel en las muertes, y el enfrentamiento con “el jefe final” hubiera sido más interesante, podría haber aspirado a esa categoría en la que sí tengo por ejemplo a Verdad o reto (Truth of Dare, 2018), que decae bastante menos (aunque inevitablemente estas películas tienden a bajar cuando el guionista se da cuenta de que ya lleva 70 páginas, y que tiene 20 más para resolver): que no es otra cosa que “película de terror adolescente que funciona y con la que me lo paso muy bien”. Tarot se ha quedado muy cerca, aunque no ha conseguido llegar. Así y todo, yo me apunto a ver la secuela, que seguro que la habrá.
Claro que si eres de los que consideran tontas esta clase de películas, cosa perfectamente razonable y que demostraría que tienes criterio, seguramente aquí no vayas a encontrar nada. ¿Ves? No hay engaño alguno. Ojalá todas las películas fueran tan claras y honestas en sus intenciones como ésta.
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