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Ártico pertenece al linaje, o más bien subgénero, de películas de supervivencia en condiciones extremas. Es un subgénero en el que el camino parece muy claro: alguien (o un grupo) queda atrapado en un lugar hostil para la vida humana, y tiene que sobrevivir hasta que le rescaten. Por esa razón, puede parecer sencillo, pero es justo al contrario: volver a contar una de estas historias sin aburrir, requiere de una habilidad que no todo el mundo tiene. En Ártico lo han conseguido. Esta historia de un Robinson Crusoe prisionero en el desierto helado del polo norte, resulta interesante y turbadora. El polifacético artista brasileño Joe Penna ha conseguido en su debut salir con éxito de la prueba, y para hacerlo utiliza esencialmente tres vectores:


El primero, es la interpretación de Mads Mikkelsen, que sostiene todo el peso dramático de la película sobre sus hombros. Su personaje es un hombre abnegado, al que conocemos por ninguna clase de flashback o recurso casposo similar, ¡gracias a dios!, sino que le llegamos a conocer y nos metemos en su piel simplemente por sus acciones, sus miradas y sus reacciones emocionales en riguroso presente de indicativo. Sobrevive gracias a su autodisciplina, a que sabe como dar solución a todas sus necesidades y hacerlo de manera rigurosa, austera y extremadamente ordenada: para no morir de frío, para obtener comida y que no se le acabe demasiado rápido, para obtener agua, etc.


El segundo, son las localizaciones. Filmada sobre todo en Islandia en parajes naturales, su suficientemente cercanos a la civilización como para que filmar la película no significase repetir la experiencia de su personaje protagonista, pero suficientemente salvaje, imponentemente agreste, como para que hacer creíble toda la crueldad de esa prisión al aire libre en la que se halla confinado el personaje.
El tercero, son sus detalles de guion, como la rivalidad con el oso, el otro gran mamífero vivo en este paisaje desolado, o los aspectos más realistas de esa travesía suicida con la mujer esquimal herida de acompañante.


En definitiva, no revolucionará el género, pero lejos de ser un film lento por la solitaria condición de sus escasos personajes, tiene ritmo de thriller, una puesta en escena de las que suelen decirse invisibles, y un apartado técnico clásico, elegante y muy vivaz, digno descendiente en nuestros días de aquel Jeremiah Johnson (1972) de Sydney Pollack.

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